Por
Guadalupe Castellanos
Siendo
la hija de una excelente cocinera no podía menos que tratar de imitar sus dotes,
lo malo fue que yo no nací con “esas dotes” y mis esfuerzos, que fueron
enormes, siempre quedaron reducidos a burdos experimentos culinarios que
solamente satisfacían los paladares poco sofisticados.En pocas palabras: ¡No sé
cocinar!
Se
pueden imaginar que para mi madre, una mujer de esquemas mentales de principio
de siglo veinte, eso era un gran “defecto”; y así decidió declarar una guerra
interna contra la deshonra del hogar.
Intentó
de mil formas hacerme comprender que la “pizca de sal” no se puede medir, que
“un chorro” de aceite es calculado por la experiencia y que las recetas
escritas no son de fiar. Se dio por vencida hace algunos años cuando acepté mi
ignorancia para reconocer la albahaca del perejil y me declaré libre de la
media cucharadita de azafrán, de la taza de harina y de la libra de arroz.
Y me
pregunto: si se llega al corazón de un hombre por el estómago, ¿qué pasa con el
estómago de las mujeres?, ¿Acaso los hombres son mancos?, ¿Por qué razón las
madres omitimos enseñarles el arte de cocinar a los hijos varones?
En la
mayoría de los países de América Latina somos las mujeres las que originamos el
problema del cuál luego nos quejamos. Porque no negarían que sería fabuloso
quitarse ese peso de encima. La tarea de preparar los alimentos es tan
abrumadora, que al lavar los platos del desayuno ¡ya tenemos que estar
descongelando la carne del almuerzo! Y si eres una de las muchas mujeres que
trabajan fuera del hogar ¡ni hablar de lo complicado de la situación!
Si
hacemos cuentas con tres comidas al día, en un año son mil ochenta veces que se
preparan ingredientes, se cocina, se sirve y se limpian platos; mientras, el
marido en cuestión ve mil ochenta programas de televisión o lee mil ochenta
periódicos.
¡Ahhhh,
pero claro! de vez en cuando nos “sacan” (como sacar a pasear a la mascota) y
nos invitan a comer para que “descansemos de cocinar”, y nosotras lo
agradecemos como si fuera una gran obra de caridad. ¿No estaríamos más
agradecidas si cada noche se ofrecieran a cortar verduras o lavar los platos?
Esta
sociedad salvadoreña con sus gestos sutiles parece decirnos: zapatero a tu
zapato… ¡mujer a la cocina! Y nosotras lo aceptamos como quien acepta una
cadena perpetua; sin protesta y convencidas de nuestro destino.
No, no
soy feminista, me gusta ser mujer, lo que sucede es que me cuesta comprender
cómo tan fácilmente accedemos a que se nos encasille y se nos corten las alas;
condescendemos a ser vistas como seres poco pensantes, pues nos bombardean con
revistas y programas llenos de recetas culinarias, moda y bisuterías baratas
porque “esos son temas de mujeres”.
¿Quién
decide qué tema me interesa leer?
Yo no
sé cocinar…pero sé amar, escuchar, escribir, enseñar, reír, cantar, silbar,
volar piscuchas, soñar y ¡muchas cosas más!
No lo disimulo.
Soy de las que huye a las ocasiones en que tenga que estar detrás de las
cacerolas. Y, con el permiso de mi abuela, creo sinceramente que si algún día
decido llegar al corazón de un hombre, buscaré llegar por el sendero que yo
tracé y no por donde la frasecita esa me lo indica.
Se me
ocurre inventar un nuevo camino: el de la autenticidad, la pasión y la risa.
Deseo disfrutar de la compañía mutua compartiendo placeres y quehaceres.
Mientras
eso sucede, seguiré viviendo plenamente y pidiendo comida a domicilio.